Texto íntegro del cuento Blacamán el bueno, vendedor de milagros, transcrito aquí porque todas las demás versiones tienen erratas. Si se me ha escapado alguna, comentadlo y lo cambio.
Márquez, Gabriel García. La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada. Barcelona: Debolsillo, 1998. Impreso.
Desde el primer domingo que lo vi me pareció una mula de
monosabio, con sus tirantes de terciopelo pespuntados con filamentos
de oro, sus sortijas con pedrerías de colores en todos los dedos y
su trenza de cascabeles, trepado sobre una mesa en el puerto de Santa
María del Darién, entre los frascos de específicos y las yerbas de
consuelo que él mismo preparaba y vendía a grito herido por los
pueblos del Caribe, sólo que entonces no estaba tratando de vender
nada de aquella cochambre de indios sino pidiendo que le llevaran una
culebra de verdad para demostrar en carne propia un contraveneno de
su invención, el único infalible, señoras y señores, contra las
picaduras de serpientes, tarántulas y escolopendras, y toda clase de
mamíferos ponzoñosos. Alguien que parecía muy impresionado por su
determinación consiguió nadie supo dónde y le llevó dentro de un
frasco una mapaná de las peores, de esas que empiezan por envenenar
la respiración, y él la destapó con tantas ganas que todos creímos
que se la iba a comer, pero no bien se sintió libre el animal saltó
fuera del frasco y le dio un tijeretazo en el cuello que ahí mismo
lo dejó sin aire para la oratoria, y apenas tuvo tiempo de tomarse
el antídoto cuando el dispensario de pacotilla se derrumbó sobre la
muchedumbre y él quedó revolcándose en el suelo con el enorme
cuerpo desbaratado como si no tuviera nada por dentro, pero sin
dejarse de reír con todos sus dientes de oro. Cómo sería el
estrépito, que un acorazado del norte que estaba en el muelle desde
hacía como veinte años en visita de buena voluntad declaró la
cuarentena para que no se subiera a bordo el veneno de la culebra, y
la gente que estaba santificando el domingo de ramos se salió de la
misa con sus palmas benditas, pues nadie quería perderse la función
del emponzoñado que ya empezaba a inflarse con el aire de la muerte,
y estaba dos veces más gordo de lo que había sido, echando espuma
de hiel por la boca y resollando por los poros, pero todavía
riéndose con tanta vida que los cascabeles le cascabeleaban por todo
el cuerpo. La hinchazón le reventó los cordones de las polainas y
las costuras de la ropa, los dedos se le amorcillaron por la presión
de las sortijas, se puso del color del venado en salmuera y se le
salieron por la culata unos requiebros de postrimerías, así que
todo el que había visto un picado de culebra sabía que se estaba
pudriendo antes de morir y que iba a quedar tan desmigajado que
tendrían que recogerlo con una pala para echarlo dentro de un saco,
pero también pensaban que hasta en su estado de aserrín iba a
seguirse riendo. Aquello era tan increíble que los infantes de
marina se encaramaron en los puentes del barco para tomarle retratos
en colores con aparatos de larga distancia, pero las mujeres que se
habían salido de misa les descompusieron las intenciones, pues
taparon al moribundo con una manta y le pusieron encima las palmas
benditas, una porque no les gustaba que la infantería profanara el
cuerpo con máquinas de adventistas, otras porque les daba miedo
seguir viendo aquel idólatra que era capaz de morirse muerto de
risa, y otras por si acaso conseguían con eso que por lo menos el
alma se le desenvenenara. Todo el mundo lo daba por muerto, cuando se
apartó los ramos de una brazada, todavía medio atarantado y todo
desconvalecido por el mal rato, pero enderezó la mesa sin ayuda de
nadie, se volvió a subir como un cangrejo, y ya estaba otra vez
gritando que aquel contraveneno era sencillamente la mano de Dios en
un frasquito, como todos lo habíamos visto con nuestros propios
ojos, aunque sólo costaba dos cuartillos porque él no lo había
inventado como negocio sino por el bien de la humanidad, y a ver
quién dijo uno, señoras y señores, no más que por favor no se me
amontonen que para todos hay.
Por supuesto que se amontonaron, y que hicieron bien, porque al
final no hubo para todos. Hasta el almirante del acorazado se llevó
un frasquito, convencido por él de que también era bueno para los
plomos envenenados de los anarquistas, y los tripulantes no se
conformaron con tomarle subido en la mesa los retratos en colores que
no pudieron tomarle muerto, sino que le hicieron firmar autógrafos
hasta que los calambres le torcieron el brazo. Era casi de noche y
sólo quedábamos en el puerto los más perplejos, cuando él buscó
con la mirada a alguno que tuviera cara de bobo para que lo ayudara a
guardar los frascos, y por supuesto se fijó en mí. Aquella fue como
la mirada del destino, no sólo del mío sino también del suyo, pues
de eso hace más de un siglo y ambos nos acordamos todavía como si
hubiera sido el domingo pasado. El caso es que estábamos metiendo su
botica de circo en aquel baúl con vueltas de púrpura que más bien
parecía el sepulcro de un erudito, cuando el debió verme por dentro
alguna luz que no me había visto antes, porque me preguntó de mala
índole quién eres tú, y yo le contesté que era el único huérfano
de padre y madre a quien todavía no se le había muerto el papá, y
él soltó unas carcajadas más estrepitosas que las del veneno y me
preguntó después qué haces en la vida, y yo le contesté que no
hacía más que estar vivo porque todo lo demás no valía la pena, y
todavía llorando de risa me preguntó cuál es la ciencia que más
quisieras conocer en el mundo, y esa fue la única vez en que le
contesté sin burlas la verdad, que quería ser adivino, y entonces
no se volvió a reír sino que me dijo como pensando de viva voz que
para eso me faltaba poco, pues ya tenía lo más difícil de
aprender, que era mi cara de bobo. Esa misma noche habló con mi
padre, y por un real y dos cuartillos y una baraja de pronosticar
adulterios, me compró para siempre.
Así era Blacamán, el malo, porque el bueno soy yo. Era capaz de
convencer a un astrónomo de que el mes de febrero no era más que un
rebaño de elefantes invisibles, pero cuando la buena suerte se le
volteaba se volvía bruto del corazón. En sus tiempos de gloria
había sido embalsamador de virreyes, y dicen que les componía una
cara de tanta autoridad que durante mucho años seguían gobernando
mejor que cuando estaban vivos, y que nadie se atrevía a enterrarlos
mientras él no volviera a ponerles su semblante de muertos, pero el
prestigio se le descalabró con la invención de un ajedrez de nunca
acabar que volvió loco a un capellán y provocó dos suicidios
ilustres, y así fue decayendo de intérprete de sueños en
hipnotizador de cumpleaños, de sacador de muelas por sugestión en
curandero de feria, de modo que por la época en que nos conocimos ya
lo miraban de medio lado hasta los filibusteros. Andábamos a la
deriva con nuestro tenderete de chanchullos, y la vida era una eterna
zozobra tratando de vender los supositorios de evasión que volvían
transparentes a los contrabandistas, las gotas furtivas que las
esposas bautizadas echaban en la sopa para infundir el temor de Dios
en los maridos holandeses, y todo lo que ustedes quieran comprar por
su propia voluntad, señoras y señores, porque esto no es una orden
sino un consejo, y al fin y al cabo, tampoco la felicidad es una
obligación. Sin embargo, por mucho que nos muriéramos de risa de
sus ocurrencias, la verdad es que a duras penas nos alcanzaban para
comer, y su última esperanza se fundaba en mi vocación de adivino.
Me encerraba en el baúl sepulcral disfrazado de japonés y amarrado
con cadenas de estribor para que tratara de adivinar lo que pudiera,
mientras él le daba vueltas a la gramática buscando el mejor modo
de convencer al mundo de mi nueva ciencia, y aquí tienen, señoras y
señores, a esta criatura encandilada por las luciérnagas de
Ezequiel, y usted que se ha quedado ahí con esa cara de incrédulo
vamos a ver si se atreve a preguntarle cuándo se va a morir, pero
nunca conseguí adivinar ni la fecha en que estábamos, así que él
me desahució como adivino porque el sopor de la digestión te
trastorna la glándula de los presagios, y resolvió llevarme donde
mi padre para que le devolviera la plata. Sin embargo, en esos
tiempos le dio por encontrar aplicaciones prácticas para la
electricidad del sufrimiento, y se puso a fabricar una máquina de
coser que funcionara conectada mediante ventosas con la parte del
cuerpo en que se tuviera un dolor. Como yo pasaba la noche quejándome
de las palizas que él me daba para conjurar la mala suerte, tuvo que
quedarse conmigo como probador de su invento, y así el regreso se
nos fue demorando y se le fue componiendo el humor, hasta que la
máquina funcionó tan bien que no sólo cosía mejor que una
novicia, sino que además bordaba pájaros y astromelias según la
posición y la intensidad del dolor. En esas estábamos, convencidos
de haber burlado otra vez a la adversidad, cuando nos alcanzó la
noticia de que el comandante del acorazado había querido repetir en
Filadelfia la prueba del contraveneno, y se convirtió en mermelada
de almirante en presencia de su estado mayor.
No se volvió a reír en mucho tiempo. Nos fugamos por
desfiladeros de indios, y mientras más perdidos nos encontrábamos
más claras nos llegaban las voces de que los infantes de marina
habían invadido la nación con el pretexto de exterminar la fiebre
amarilla, y andaban descabezando a cuanto cacharrero inveterado o
eventual encontraban a su paso, y no sólo a los nativos por
precaución, sino también a los chinos por distracción, a los
negros por costumbre y a los hindúes por encantadores de serpientes,
y después arrasaron con la fauna y la flora y con lo que pudieron
del reino mineral, porque sus especialistas en nuestros asuntos les
habían enseñado que la gente del Caribe tenía la virtud de cambiar
de naturaleza para embolatar a los gringos. Yo no entendía de dónde
les había salido aquella rabia, no por qué nosotros teníamos tanto
miedo, hasta que nos hallamos a salvo en los vientos eternos de la
Guajira, y sólo allí tuvo ánimos para confesarme que su
contraveneno no era más que ruibarbo con trementina, pero que le
había pagado dos cuartillos a un calanchín para que le llevara
aquella mapaná sin ponzoña. Nos quedamos en las ruinas de una
misión colonial, engañados con la esperanza de que pasaran los
contrabandistas, que eran hombres de fiar y los únicos capaces de
aventurarse bajo el sol mercurial de aquellos yermos de salitre. Al
principio comíamos salamandras con flores de escombros, y aún nos
quedaba espíritu para reírnos cuando tratamos de comernos sus
polainas hervidas, pero al final nos comimos hasta las telarañas de
los aljibes, y sólo entonces nos dimos cuenta de la falta que nos
hacía el mundo. Como yo no conocía en aquel tiempo ningún recurso
contra la muerte, simplemente me acosté a esperarla donde me doliera
menos, mientras él deliraba con el recuerdo de una mujer tan tierna
que podía pasar suspirando a través de las paredes, pero también
aquel recuerdo inventado era un artificio de su ingenio para burlar a
la muerte con lástimas de amor. Sin embargo, a la hora en que
debíamos habernos muerto se me acercó más vivo que nunca y estuvo
la noche entera vigilándome la agonía, pensando con tanta fuerza
que todavía no he logrado saber si lo que silbaba entre los
escombros era el viento o su pensamiento, y antes del amanecer me
dijo con la misma voz y la misma determinación de otra época que
ahora conocía la verdad, y era que yo le había vuelto a torcer la
suerte, de modo que amárrate bien los pantalones porque lo mismo que
me la torciste me la vas a enderezar.
Ahí fue donde se echó a perder el poco de cariño que le tenía.
Me quitó los últimos trapos de encima, me enrolló en alambre de
púas, me restregó piedras de salitre en las mataduras, me puso en
salmuera en mis propias aguas y me colgó por los tobillos para
macerarme al sol, y todavía gritaba que aquella mortificación no
era bastante para apaciguar a sus perseguidores. Por último me echó
a pudrir en mis propias miserias dentro del calabozo de penitencia
donde los misioneros coloniales regeneraban a los herejes, y con la
perfidia de ventrílocuo que todavía le sobraba se puso a imitar las
voces de los animales de comer, el rumor de las remolachas en octubre
y el ruido de los manantiales, para torturarme con la ilusión de que
me estaba muriendo de indigencia en el paraíso. Cuando por fin lo
abastecieron los contrabandistas, bajaba al calabozo para darme de
comer cualquier cosa que no me dejara morir, pero luego me hacía
pagar la caridad arrancándome las uñas con tenazas y rebajándome
los dientes con piedras de triturar, y mi único consuelo era el
deseo de que la vida me diera tiempo y fortuna para desquitarme de
tanta infamia con otros martirios peores. Yo mismo me asombraba de
que pudiera resistir la peste de mi propia putrefacción, y todavía
me echaba encima las sobras de sus almuerzos y mataba animales del
desierto y los ponía por los rincones para que el aire del calabozo
se acabara de envenenar. No sé cuánto tiempo había pasado, cuando
me llevó el cadáver de un conejo para mostrarme que prefería
echarlo a pudrir en vez de dármelo a comer, y hasta allí me alcanzó
la paciencia y solamente me quedó el rencor, de modo que agarré el
conejo por las orejas y lo mandé contra la pared con la ilusión de
que era él y no el animal el que se iba a reventar y entonces fue
cuando sucedió, como en un sueño, que el conejo no sólo resucitó
con un chillido de espanto, sino que regresó a mis manos caminando
por el aire.
Así fue como empezó mi vida grande. Desde entonces ando por el
mundo desfiebrando a los palúdicos por dos pesos, visionando a los
ciegos por cuatro con cincuenta, desaguando a los hidrópicos por
dieciocho, completando a los mutilados por veinte pesos si lo son de
nacimiento, por veintidós si lo son por accidente o peloteras, por
veinticinco si lo son por causa de guerras, terremotos, desembarcos
de infantes o cualquier otro gesto de calamidades públicas,
atendiendo a los enfermos comunes al por mayor mediante arreglo
especial, a los locos según su tema, a los niños por mitad de
precio y a los bobos por gratitud, y a ver quién se atreve a decir
que no soy un filántropo, damas y caballeros, y ahora sí, señor
comandante de la vigésima flota, ordene a sus muchachos que quiten
las barricadas para que pase la humanidad doliente, los lazarinos a
la izquierda, los epilépticos a la derecha, los tullidos donde no
estorben y allá detrás los menos urgentes, no más que por favor no
se me apelotonen que después no respondo si se les confunden las
enfermedades y quedan curados de lo que no es, y que siga la música
hasta que hierva el cobre, y los cohetes hasta que se quemen los
ángeles y el aguardiente hasta matar la idea, y vengan los
maritornes y los maromeros, los matarifes y los fotógrafos, y todo
eso por cuenta mía, damas y caballeros, que aquí se acabó la mala
fama de los Blacamanes y se armó el despelote universal. Así los
voy adormeciendo, con técnicas de diputado, por si acaso me falla el
criterio y algunos se me quedan peor de lo que estaban. Lo único que
ya no hago es resucitar a los muertos, porque apenas abren los ojos
contramatan de rabia al perturbador de su estado, y a fin de cuentas
los que no se suicidan se vuelven a morir de desilusión. Al
principio me perseguía un congreso de sabios para investigar la
legalidad de mi industria, y cuando estuvieron convencidos me
amenazaron con el infierno de Simón el Mago y me recomendaron una
vida de penitencia para que llegara a ser santo, pero yo les contesté
sin menosprecio de su autoridad que era precisamente por ahí por
donde había empezado. La verdad es que yo no gano nada con ser santo
después de muerto, yo lo que soy es un artista, y lo que único que
quiero es estar vivo para seguir a pura de flor de burro con este
carricoche convertible de dieciséis cilindros que le compré al
cónsul de los infantes, con este chofer trinitario que era barítono
de la ópera de los piratas de Nueva Orleans, con mis camisas de
gusano legítimo, mis lociones de oriente, mis dientes de topacio, mi
sombrero de tartarita y mis botines de dos colores, durmiendo sin
despertador, bailando con las reinas de la belleza y dejándolas como
alucinadas con mi retórica de diccionario, y sin que me tiemble la
pajarilla si un miércoles de ceniza se me marchitan las facultades,
que para seguir con esta vida de ministro me basta con mi cara de
bobo y me sobra con el tropel de tiendas que tengo desde aquí hasta
más allá del crepúsculo, donde los mismos turistas que nos andaban
cobrando al almirante trastabillan ahora por comprar los retratos con
mi rúbrica, los almanaques con mis versos de amor, las medallas con
mi perfil, mis pulgadas de ropa, y todo eso sin la gloriosa conduerma
de estar todo el día y toda la noche esculpido en mármol ecuestre y
cagado de golondrinas como los padres de la patria.
Lástima que Blacamán el malo no pueda repetir esta historia para
que vean que no tiene nada de invención. La última vez que alguien
lo vio en este mundo había perdido hasta los estoperoles de su
antiguo esplendor, y tenía el alma desmantelada y los huesos en
desorden por el rigor del desierto, pero todavía le sobró un buen
par de cascabeles para reaparecer aquel domingo en el puerto de Santa
María del Darién con el eterno baúl sepulcral, sólo que entonces
no estaba tratando de vender ningún contraveneno sino pidiendo con
la voz agrietada por la emoción que los infantes de marina lo
fusilaran en espectáculo público para demostrar en carne propia las
facultades resucitadoras de esta criatura sobrenatural, señoras y
señores, y aunque a ustedes les sobra derecho para no creerme
después de haber padecido durante tanto tiempo mis malas mañas de
embustero y falsificador, les juro por los huesos de mi madre que
esta prueba de hoy no es nada del otro mundo sino la humilde verdad,
y por si les quedara alguna duda fíjense bien que ahora no me estoy
riendo como antes sino aguantando las ganas de llorar. Cómo sería
de convincente, que se desabotonó la camisa con los ojos ahogados de
lágrimas y se daba palmadas de mulo en el corazón para indicar el
mejor sitio de la muerte, y sin embargo los infantes de marina no se
atrevieron a disparar por temor de que las muchedumbres dominicales
les conocieran el desprestigio. Alguien que quizás no olvidaba las
blacabunderías de otra época consiguió nadie supo dónde y le
llevó dentro de una lata unas raíces de barbasco que habrían
alcanzado para sacar a flote a todas las corvinas del Caribe, y él
las destapó con tantas ganas como si de verdad se las fuera a comer,
y en efecto se las comió, señoras y señores, no más que por favor
no se me conmuevan ni vayan a rezar por mi descanso, que esta muerte
no es más que una visita. Aquella vez fue tan honrado que no
incurrió en estertores de ópera sino que se bajó de la mesa como
un cangrejo, buscó en el suelo a través de las primeras dudas el
lugar más digno para acostarse, y desde allí me miró como a una
madre y exhaló el último suspiro entre sus propios brazos, todavía
aguantando sus lágrimas de hombre y torcido al derecho y al revés
por el tétano de la eternidad. Fue esa la única vez, por supuesto,
en que me fracasó la ciencia. Lo metí en aquel baúl de tamaño
premonitorio donde cupo de cuerpo entero, le hice cantar una misa de
tinieblas que me costó cincuenta doblones de a cuatro porque el
oficiante estaba vestido de oro y había además tres obispos
sentados, le mandé a edificar un mausoleo de emperador sobre una
colina expuesta a los tiempos más propicios del mar, con una capilla
para él solo y una lápida de hierro donde quedó escrito con
mayúsculas góticas que aquí yace Blacamán el muerto, mal llamado
el malo, burlador de los infantes y víctima de la ciencia, y cuando
estas honras me bastaron para hacerle justicia por sus virtudes
empecé a desquitarme de sus infamias, y entonces lo resucité dentro
del sepulcro blindado, y allí lo dejé revolcándose en el horror.
Eso fue mucho antes de que a Santa María del Darién se le tragara
la marabunta, pero el mausoleo sigue intacto en la colina, a la
sombra de los dragones que suben a dormir en los vientos atlánticos,
y cada vez que paso por estos rumbos le llevo un automóvil cargado
de rosas y el corazón me duele de lástima por sus virtudes, pero
después pongo el oído en la lápida para sentirlo llorar entre los
escombros del baúl desbaratado, y si acaso se ha vuelto a morir lo
vuelvo a resucitar, pues la gracia del escarmiento es que siga
viviendo en la sepultura mientras yo esté vivo, es decir, para
siempre.