Los pazos de Ulloa

Los pazos de Ulloa es una novela del naturalismo español publicada en 1886 que narra la vida en unos pazos gallegos tras la llegada de Julián, un cura imberbe e inocente.

Al llegar a los pazos Julián se encuentra con una huronera decadente que refleja el estado de la aristocracia rural. Don Pedro, señor de los pazos de Ulloa, vive en concubinato con Sabel, sirvienta suya, con quien tiene un hijo, Perucho. Además, don Pedro depende de la administración de Primitivo, un personaje “de astucia salvaje, más propia de un piel roja que de un europeo”. Para escapar de esta dependencia, Julián aconseja a don Pedro que tome en matrimonio a su monacal prima, Nucha, que da luz a una niña. No obstante, a pesar de los esfuerzos de Julián, don Pedro no puede escapar de la influencia de un entorno que “envilece, empobrece y embrutece”. Tras fracasar, Julián se exilia en un pueblo lejano y durante su exilio Nucha muere. Al volver a los pazos, Julián se encuentra con que el hijo de Sabel ocupa la posición social que debería corresponder a la hija de Nucha.

Estos personajes se definen en gran medida en función de su entorno, y por tanto el espacio es un elemento de máxima importancia en esta novela. Así, por un lado, tenemos a los pazos de Ulloa y a Cebre, situados en la comarca gallega, en la que se manifiesta lo salvaje y lo violento. En oposición a la comarca encontramos a la ciudad, dónde la educación tiene mayor importancia, en detrimento del instinto.

El tema central de la novela, la oposición entre naturaleza y civilización, se ve reflejado en la polaridad entre ciudad y campo, y explicitado en la situación política. Mientras que en la ciudad, “ennoblece la lucha la magnitud del palenque; asciende a ambición la codicia, y el fin material se sacrifica, en ocasiones, al fin ideal de la victoria por la victoria. En el campo, ni aun por hipocresía o histrionismo se aparenta el menor propósito elevado y general”.

Así pues, Los pazos de Ulloa nos muestra una situación política deplorable en la comarca, en la que el pueblo está aislado de los mandos políticos y de sus decisiones. Así, uno de los temas secundarios de la novela es la crítica al caciquismo. Los dos caciques que se nos muestran en la obra son Barbacana y Trampeta y “ninguno de los dos adversarios tenía ideas políticas”. No dudan en utilizar su ingenio para manipular las elecciones, llegando Barbacana a asesinar a Primitivo cuando este le traiciona. 

En cuanto a la estructura externa, la obra se divide en treinta capítulos de extensión variada. Con respecto a la estructura interna, podemos dividir a la obra en cinco partes, según el foco narrativo. En la primera el foco se encuentra en Julián (cap. I-VII), en la segunda en don Pedro (cap. VIII- XIII), en la tercera en Nucha (cap. XIV-XVIII), en la cuarta en la pareja de Julián y Nucha (cap. XIX-XXVIII), con un capítulo en el que el narrador ve a través de los ojos de Perucho. Finalmente, en los dos últimos capítulos el foco regresa a Julián.

Respecto del narrador, que es omnisciente y en tercera persona, su estilo es funcional y expresivo. Sus descripciones son minuciosas y exactas y con gran carga valorativa, como podemos observar en la descripción de los pazos de Limioso: “Por todas partes indicios de abandono y ruina: las ortigas obstruían la especie de plazoleta o patio de la casa; no faltaban vidrios en las vidrieras, por la razón plausible de que tales vidrieras no existían”. 

Para concluir, a pesar de que hoy en día no se dan pucherazos descarados en España y a pesar de que el poder de la iglesia y la relevancia de la aristocracia han disminuido en gran medida, la sociedad española sigue estando separada de sus mandos políticos rectores. Asimismo, Los pazos de Ulloa es una gran novela del naturalismo español, en la que se alcanza un difícil equilibrio entre los escrúpulos cristianos de la autora y el determinismo característico del naturalismo de Zola.

Para otra perspectiva: Texto de La cultura de Tarbean. 

El lector prosaico; herramientas útiles

Tenéis aquí una lista de servicios gratuitos que han aumentado mi calidad de vida, todos ellos aplicables a la vida real. Pues, ¿quién es más prosaico que este humilde servidor?¿quién desprecia más el abstracto mundo de las ideas?¿quién tiene más apego a lo terrenal? 

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Cristo del buen viaje

Santísimo Cristo del buen viaje: en estos tiempos en que los hombres con sus carreras vertiginosas por tierra, mar y aire, exponen sus vidas todos los días, ten compasión y misericordia de los que perecen sin tiempo para arrepentirse de sus muchas faltas, Amén. 
Que todos al emprender un viaje, vuelvan los ojos a vuestra bendita imágen y digan: Oh Cristo del buen viaje, protegedme ahora y en la hora de nuestra muerte, Amén.
Siempre me ha parecido muy sonoro el "con sus carreras vertiginosas por tierra, mar y aire".

Debate Wikipédico

Síntomas visibles: Interrupción del proceso de discusión para confirmar hechos, fechas, etc. en Wikipedia. La pausa termina cuando se encuentra un dato que confirma la argumentación.

Síntomas no visibles: Falta de preparación y ganas de debatir algo a pelo.

Consecuencias inmediatas: Irritante para aquellos que vienen bien preparados.

Consecuencias a largo plazo: No se desarrolla la beneficiosa costumbre de formar un discurso coherente y bien unido, pues los argumentos en los debates wikipédicos se suelen pensar en el momento.

El enfermo no tiene en cuenta que: La validez de un dato es relativa; especialmente en áreas donde hay controversia hay estudios que confirman puntos de vista opuesto.

Remedio: Venir preparado de antemano. Apoyarse en teorías, no en datos.

Adicionalmente: Según la navaja de Hitchens: "aquello que se afirma sin evidencia se puede rechazar sin evidencia", por lo que una mera opinión no tiene valor epistemológico, a no ser que provenga de una autoridad.

Blacamán el bueno, vendedor de milagros

Texto íntegro del cuento Blacamán el bueno, vendedor de milagros, transcrito aquí porque todas las demás versiones tienen erratas. Si se me ha escapado alguna, comentadlo y lo cambio.

Márquez, Gabriel García. La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada. Barcelona: Debolsillo, 1998. Impreso.

Desde el primer domingo que lo vi me pareció una mula de monosabio, con sus tirantes de terciopelo pespuntados con filamentos de oro, sus sortijas con pedrerías de colores en todos los dedos y su trenza de cascabeles, trepado sobre una mesa en el puerto de Santa María del Darién, entre los frascos de específicos y las yerbas de consuelo que él mismo preparaba y vendía a grito herido por los pueblos del Caribe, sólo que entonces no estaba tratando de vender nada de aquella cochambre de indios sino pidiendo que le llevaran una culebra de verdad para demostrar en carne propia un contraveneno de su invención, el único infalible, señoras y señores, contra las picaduras de serpientes, tarántulas y escolopendras, y toda clase de mamíferos ponzoñosos. Alguien que parecía muy impresionado por su determinación consiguió nadie supo dónde y le llevó dentro de un frasco una mapaná de las peores, de esas que empiezan por envenenar la respiración, y él la destapó con tantas ganas que todos creímos que se la iba a comer, pero no bien se sintió libre el animal saltó fuera del frasco y le dio un tijeretazo en el cuello que ahí mismo lo dejó sin aire para la oratoria, y apenas tuvo tiempo de tomarse el antídoto cuando el dispensario de pacotilla se derrumbó sobre la muchedumbre y él quedó revolcándose en el suelo con el enorme cuerpo desbaratado como si no tuviera nada por dentro, pero sin dejarse de reír con todos sus dientes de oro. Cómo sería el estrépito, que un acorazado del norte que estaba en el muelle desde hacía como veinte años en visita de buena voluntad declaró la cuarentena para que no se subiera a bordo el veneno de la culebra, y la gente que estaba santificando el domingo de ramos se salió de la misa con sus palmas benditas, pues nadie quería perderse la función del emponzoñado que ya empezaba a inflarse con el aire de la muerte, y estaba dos veces más gordo de lo que había sido, echando espuma de hiel por la boca y resollando por los poros, pero todavía riéndose con tanta vida que los cascabeles le cascabeleaban por todo el cuerpo. La hinchazón le reventó los cordones de las polainas y las costuras de la ropa, los dedos se le amorcillaron por la presión de las sortijas, se puso del color del venado en salmuera y se le salieron por la culata unos requiebros de postrimerías, así que todo el que había visto un picado de culebra sabía que se estaba pudriendo antes de morir y que iba a quedar tan desmigajado que tendrían que recogerlo con una pala para echarlo dentro de un saco, pero también pensaban que hasta en su estado de aserrín iba a seguirse riendo. Aquello era tan increíble que los infantes de marina se encaramaron en los puentes del barco para tomarle retratos en colores con aparatos de larga distancia, pero las mujeres que se habían salido de misa les descompusieron las intenciones, pues taparon al moribundo con una manta y le pusieron encima las palmas benditas, una porque no les gustaba que la infantería profanara el cuerpo con máquinas de adventistas, otras porque les daba miedo seguir viendo aquel idólatra que era capaz de morirse muerto de risa, y otras por si acaso conseguían con eso que por lo menos el alma se le desenvenenara. Todo el mundo lo daba por muerto, cuando se apartó los ramos de una brazada, todavía medio atarantado y todo desconvalecido por el mal rato, pero enderezó la mesa sin ayuda de nadie, se volvió a subir como un cangrejo, y ya estaba otra vez gritando que aquel contraveneno era sencillamente la mano de Dios en un frasquito, como todos lo habíamos visto con nuestros propios ojos, aunque sólo costaba dos cuartillos porque él no lo había inventado como negocio sino por el bien de la humanidad, y a ver quién dijo uno, señoras y señores, no más que por favor no se me amontonen que para todos hay.

Por supuesto que se amontonaron, y que hicieron bien, porque al final no hubo para todos. Hasta el almirante del acorazado se llevó un frasquito, convencido por él de que también era bueno para los plomos envenenados de los anarquistas, y los tripulantes no se conformaron con tomarle subido en la mesa los retratos en colores que no pudieron tomarle muerto, sino que le hicieron firmar autógrafos hasta que los calambres le torcieron el brazo. Era casi de noche y sólo quedábamos en el puerto los más perplejos, cuando él buscó con la mirada a alguno que tuviera cara de bobo para que lo ayudara a guardar los frascos, y por supuesto se fijó en mí. Aquella fue como la mirada del destino, no sólo del mío sino también del suyo, pues de eso hace más de un siglo y ambos nos acordamos todavía como si hubiera sido el domingo pasado. El caso es que estábamos metiendo su botica de circo en aquel baúl con vueltas de púrpura que más bien parecía el sepulcro de un erudito, cuando el debió verme por dentro alguna luz que no me había visto antes, porque me preguntó de mala índole quién eres tú, y yo le contesté que era el único huérfano de padre y madre a quien todavía no se le había muerto el papá, y él soltó unas carcajadas más estrepitosas que las del veneno y me preguntó después qué haces en la vida, y yo le contesté que no hacía más que estar vivo porque todo lo demás no valía la pena, y todavía llorando de risa me preguntó cuál es la ciencia que más quisieras conocer en el mundo, y esa fue la única vez en que le contesté sin burlas la verdad, que quería ser adivino, y entonces no se volvió a reír sino que me dijo como pensando de viva voz que para eso me faltaba poco, pues ya tenía lo más difícil de aprender, que era mi cara de bobo. Esa misma noche habló con mi padre, y por un real y dos cuartillos y una baraja de pronosticar adulterios, me compró para siempre.

Así era Blacamán, el malo, porque el bueno soy yo. Era capaz de convencer a un astrónomo de que el mes de febrero no era más que un rebaño de elefantes invisibles, pero cuando la buena suerte se le volteaba se volvía bruto del corazón. En sus tiempos de gloria había sido embalsamador de virreyes, y dicen que les componía una cara de tanta autoridad que durante mucho años seguían gobernando mejor que cuando estaban vivos, y que nadie se atrevía a enterrarlos mientras él no volviera a ponerles su semblante de muertos, pero el prestigio se le descalabró con la invención de un ajedrez de nunca acabar que volvió loco a un capellán y provocó dos suicidios ilustres, y así fue decayendo de intérprete de sueños en hipnotizador de cumpleaños, de sacador de muelas por sugestión en curandero de feria, de modo que por la época en que nos conocimos ya lo miraban de medio lado hasta los filibusteros. Andábamos a la deriva con nuestro tenderete de chanchullos, y la vida era una eterna zozobra tratando de vender los supositorios de evasión que volvían transparentes a los contrabandistas, las gotas furtivas que las esposas bautizadas echaban en la sopa para infundir el temor de Dios en los maridos holandeses, y todo lo que ustedes quieran comprar por su propia voluntad, señoras y señores, porque esto no es una orden sino un consejo, y al fin y al cabo, tampoco la felicidad es una obligación. Sin embargo, por mucho que nos muriéramos de risa de sus ocurrencias, la verdad es que a duras penas nos alcanzaban para comer, y su última esperanza se fundaba en mi vocación de adivino. Me encerraba en el baúl sepulcral disfrazado de japonés y amarrado con cadenas de estribor para que tratara de adivinar lo que pudiera, mientras él le daba vueltas a la gramática buscando el mejor modo de convencer al mundo de mi nueva ciencia, y aquí tienen, señoras y señores, a esta criatura encandilada por las luciérnagas de Ezequiel, y usted que se ha quedado ahí con esa cara de incrédulo vamos a ver si se atreve a preguntarle cuándo se va a morir, pero nunca conseguí adivinar ni la fecha en que estábamos, así que él me desahució como adivino porque el sopor de la digestión te trastorna la glándula de los presagios, y resolvió llevarme donde mi padre para que le devolviera la plata. Sin embargo, en esos tiempos le dio por encontrar aplicaciones prácticas para la electricidad del sufrimiento, y se puso a fabricar una máquina de coser que funcionara conectada mediante ventosas con la parte del cuerpo en que se tuviera un dolor. Como yo pasaba la noche quejándome de las palizas que él me daba para conjurar la mala suerte, tuvo que quedarse conmigo como probador de su invento, y así el regreso se nos fue demorando y se le fue componiendo el humor, hasta que la máquina funcionó tan bien que no sólo cosía mejor que una novicia, sino que además bordaba pájaros y astromelias según la posición y la intensidad del dolor. En esas estábamos, convencidos de haber burlado otra vez a la adversidad, cuando nos alcanzó la noticia de que el comandante del acorazado había querido repetir en Filadelfia la prueba del contraveneno, y se convirtió en mermelada de almirante en presencia de su estado mayor.

No se volvió a reír en mucho tiempo. Nos fugamos por desfiladeros de indios, y mientras más perdidos nos encontrábamos más claras nos llegaban las voces de que los infantes de marina habían invadido la nación con el pretexto de exterminar la fiebre amarilla, y andaban descabezando a cuanto cacharrero inveterado o eventual encontraban a su paso, y no sólo a los nativos por precaución, sino también a los chinos por distracción, a los negros por costumbre y a los hindúes por encantadores de serpientes, y después arrasaron con la fauna y la flora y con lo que pudieron del reino mineral, porque sus especialistas en nuestros asuntos les habían enseñado que la gente del Caribe tenía la virtud de cambiar de naturaleza para embolatar a los gringos. Yo no entendía de dónde les había salido aquella rabia, no por qué nosotros teníamos tanto miedo, hasta que nos hallamos a salvo en los vientos eternos de la Guajira, y sólo allí tuvo ánimos para confesarme que su contraveneno no era más que ruibarbo con trementina, pero que le había pagado dos cuartillos a un calanchín para que le llevara aquella mapaná sin ponzoña. Nos quedamos en las ruinas de una misión colonial, engañados con la esperanza de que pasaran los contrabandistas, que eran hombres de fiar y los únicos capaces de aventurarse bajo el sol mercurial de aquellos yermos de salitre. Al principio comíamos salamandras con flores de escombros, y aún nos quedaba espíritu para reírnos cuando tratamos de comernos sus polainas hervidas, pero al final nos comimos hasta las telarañas de los aljibes, y sólo entonces nos dimos cuenta de la falta que nos hacía el mundo. Como yo no conocía en aquel tiempo ningún recurso contra la muerte, simplemente me acosté a esperarla donde me doliera menos, mientras él deliraba con el recuerdo de una mujer tan tierna que podía pasar suspirando a través de las paredes, pero también aquel recuerdo inventado era un artificio de su ingenio para burlar a la muerte con lástimas de amor. Sin embargo, a la hora en que debíamos habernos muerto se me acercó más vivo que nunca y estuvo la noche entera vigilándome la agonía, pensando con tanta fuerza que todavía no he logrado saber si lo que silbaba entre los escombros era el viento o su pensamiento, y antes del amanecer me dijo con la misma voz y la misma determinación de otra época que ahora conocía la verdad, y era que yo le había vuelto a torcer la suerte, de modo que amárrate bien los pantalones porque lo mismo que me la torciste me la vas a enderezar.

Ahí fue donde se echó a perder el poco de cariño que le tenía. Me quitó los últimos trapos de encima, me enrolló en alambre de púas, me restregó piedras de salitre en las mataduras, me puso en salmuera en mis propias aguas y me colgó por los tobillos para macerarme al sol, y todavía gritaba que aquella mortificación no era bastante para apaciguar a sus perseguidores. Por último me echó a pudrir en mis propias miserias dentro del calabozo de penitencia donde los misioneros coloniales regeneraban a los herejes, y con la perfidia de ventrílocuo que todavía le sobraba se puso a imitar las voces de los animales de comer, el rumor de las remolachas en octubre y el ruido de los manantiales, para torturarme con la ilusión de que me estaba muriendo de indigencia en el paraíso. Cuando por fin lo abastecieron los contrabandistas, bajaba al calabozo para darme de comer cualquier cosa que no me dejara morir, pero luego me hacía pagar la caridad arrancándome las uñas con tenazas y rebajándome los dientes con piedras de triturar, y mi único consuelo era el deseo de que la vida me diera tiempo y fortuna para desquitarme de tanta infamia con otros martirios peores. Yo mismo me asombraba de que pudiera resistir la peste de mi propia putrefacción, y todavía me echaba encima las sobras de sus almuerzos y mataba animales del desierto y los ponía por los rincones para que el aire del calabozo se acabara de envenenar. No sé cuánto tiempo había pasado, cuando me llevó el cadáver de un conejo para mostrarme que prefería echarlo a pudrir en vez de dármelo a comer, y hasta allí me alcanzó la paciencia y solamente me quedó el rencor, de modo que agarré el conejo por las orejas y lo mandé contra la pared con la ilusión de que era él y no el animal el que se iba a reventar y entonces fue cuando sucedió, como en un sueño, que el conejo no sólo resucitó con un chillido de espanto, sino que regresó a mis manos caminando por el aire.

Así fue como empezó mi vida grande. Desde entonces ando por el mundo desfiebrando a los palúdicos por dos pesos, visionando a los ciegos por cuatro con cincuenta, desaguando a los hidrópicos por dieciocho, completando a los mutilados por veinte pesos si lo son de nacimiento, por veintidós si lo son por accidente o peloteras, por veinticinco si lo son por causa de guerras, terremotos, desembarcos de infantes o cualquier otro gesto de calamidades públicas, atendiendo a los enfermos comunes al por mayor mediante arreglo especial, a los locos según su tema, a los niños por mitad de precio y a los bobos por gratitud, y a ver quién se atreve a decir que no soy un filántropo, damas y caballeros, y ahora sí, señor comandante de la vigésima flota, ordene a sus muchachos que quiten las barricadas para que pase la humanidad doliente, los lazarinos a la izquierda, los epilépticos a la derecha, los tullidos donde no estorben y allá detrás los menos urgentes, no más que por favor no se me apelotonen que después no respondo si se les confunden las enfermedades y quedan curados de lo que no es, y que siga la música hasta que hierva el cobre, y los cohetes hasta que se quemen los ángeles y el aguardiente hasta matar la idea, y vengan los maritornes y los maromeros, los matarifes y los fotógrafos, y todo eso por cuenta mía, damas y caballeros, que aquí se acabó la mala fama de los Blacamanes y se armó el despelote universal. Así los voy adormeciendo, con técnicas de diputado, por si acaso me falla el criterio y algunos se me quedan peor de lo que estaban. Lo único que ya no hago es resucitar a los muertos, porque apenas abren los ojos contramatan de rabia al perturbador de su estado, y a fin de cuentas los que no se suicidan se vuelven a morir de desilusión. Al principio me perseguía un congreso de sabios para investigar la legalidad de mi industria, y cuando estuvieron convencidos me amenazaron con el infierno de Simón el Mago y me recomendaron una vida de penitencia para que llegara a ser santo, pero yo les contesté sin menosprecio de su autoridad que era precisamente por ahí por donde había empezado. La verdad es que yo no gano nada con ser santo después de muerto, yo lo que soy es un artista, y lo que único que quiero es estar vivo para seguir a pura de flor de burro con este carricoche convertible de dieciséis cilindros que le compré al cónsul de los infantes, con este chofer trinitario que era barítono de la ópera de los piratas de Nueva Orleans, con mis camisas de gusano legítimo, mis lociones de oriente, mis dientes de topacio, mi sombrero de tartarita y mis botines de dos colores, durmiendo sin despertador, bailando con las reinas de la belleza y dejándolas como alucinadas con mi retórica de diccionario, y sin que me tiemble la pajarilla si un miércoles de ceniza se me marchitan las facultades, que para seguir con esta vida de ministro me basta con mi cara de bobo y me sobra con el tropel de tiendas que tengo desde aquí hasta más allá del crepúsculo, donde los mismos turistas que nos andaban cobrando al almirante trastabillan ahora por comprar los retratos con mi rúbrica, los almanaques con mis versos de amor, las medallas con mi perfil, mis pulgadas de ropa, y todo eso sin la gloriosa conduerma de estar todo el día y toda la noche esculpido en mármol ecuestre y cagado de golondrinas como los padres de la patria.

Lástima que Blacamán el malo no pueda repetir esta historia para que vean que no tiene nada de invención. La última vez que alguien lo vio en este mundo había perdido hasta los estoperoles de su antiguo esplendor, y tenía el alma desmantelada y los huesos en desorden por el rigor del desierto, pero todavía le sobró un buen par de cascabeles para reaparecer aquel domingo en el puerto de Santa María del Darién con el eterno baúl sepulcral, sólo que entonces no estaba tratando de vender ningún contraveneno sino pidiendo con la voz agrietada por la emoción que los infantes de marina lo fusilaran en espectáculo público para demostrar en carne propia las facultades resucitadoras de esta criatura sobrenatural, señoras y señores, y aunque a ustedes les sobra derecho para no creerme después de haber padecido durante tanto tiempo mis malas mañas de embustero y falsificador, les juro por los huesos de mi madre que esta prueba de hoy no es nada del otro mundo sino la humilde verdad, y por si les quedara alguna duda fíjense bien que ahora no me estoy riendo como antes sino aguantando las ganas de llorar. Cómo sería de convincente, que se desabotonó la camisa con los ojos ahogados de lágrimas y se daba palmadas de mulo en el corazón para indicar el mejor sitio de la muerte, y sin embargo los infantes de marina no se atrevieron a disparar por temor de que las muchedumbres dominicales les conocieran el desprestigio. Alguien que quizás no olvidaba las blacabunderías de otra época consiguió nadie supo dónde y le llevó dentro de una lata unas raíces de barbasco que habrían alcanzado para sacar a flote a todas las corvinas del Caribe, y él las destapó con tantas ganas como si de verdad se las fuera a comer, y en efecto se las comió, señoras y señores, no más que por favor no se me conmuevan ni vayan a rezar por mi descanso, que esta muerte no es más que una visita. Aquella vez fue tan honrado que no incurrió en estertores de ópera sino que se bajó de la mesa como un cangrejo, buscó en el suelo a través de las primeras dudas el lugar más digno para acostarse, y desde allí me miró como a una madre y exhaló el último suspiro entre sus propios brazos, todavía aguantando sus lágrimas de hombre y torcido al derecho y al revés por el tétano de la eternidad. Fue esa la única vez, por supuesto, en que me fracasó la ciencia. Lo metí en aquel baúl de tamaño premonitorio donde cupo de cuerpo entero, le hice cantar una misa de tinieblas que me costó cincuenta doblones de a cuatro porque el oficiante estaba vestido de oro y había además tres obispos sentados, le mandé a edificar un mausoleo de emperador sobre una colina expuesta a los tiempos más propicios del mar, con una capilla para él solo y una lápida de hierro donde quedó escrito con mayúsculas góticas que aquí yace Blacamán el muerto, mal llamado el malo, burlador de los infantes y víctima de la ciencia, y cuando estas honras me bastaron para hacerle justicia por sus virtudes empecé a desquitarme de sus infamias, y entonces lo resucité dentro del sepulcro blindado, y allí lo dejé revolcándose en el horror. Eso fue mucho antes de que a Santa María del Darién se le tragara la marabunta, pero el mausoleo sigue intacto en la colina, a la sombra de los dragones que suben a dormir en los vientos atlánticos, y cada vez que paso por estos rumbos le llevo un automóvil cargado de rosas y el corazón me duele de lástima por sus virtudes, pero después pongo el oído en la lápida para sentirlo llorar entre los escombros del baúl desbaratado, y si acaso se ha vuelto a morir lo vuelvo a resucitar, pues la gracia del escarmiento es que siga viviendo en la sepultura mientras yo esté vivo, es decir, para siempre.

Ensayos de otros universos

Inpirado por: https://what-if.xkcd.com/120

Si alguien se atreve a continuar cada párrafo y lo hace bien, le otorgo un deseo.

[...] Por lo tanto, podemos afirmar que, debido a que este humilde servidor está infectado del virus de multiplicidad papal, no otorgarme la nota máxima implicaría negar el dogma de la infalibilidad del papa, herejía que mi Inquisición castigaría con dureza y tortura. Esto implica que [...]

[...] Dado que D.Doofenshmirtz reveló que estábamos viviendo en una simulación, podemos afirmar que la intuición no existe, pues una consecuencia directa del teorema de Cottini-Moreno es la imposibilidad de poder programar un salto no racional, incluso en ordenadores positrónicos. Así, lo que nosotros entendemos como intuición podría ser meramente un segundo procesador que nos transmite información fácilmente accesible desde fuera, pero no desde dentro de la simulación. En cuanto a los problemas del libre albedrío que esta situación plantea, [...]


Me encanta cómo tiene la nariz un poco más pequeña que la mano.


[...] Desde que nuestros políticos pactaron con el dios Quimikós, asegurándonos vida eterna a cambio de no estudiar más ciencia, ¿ha cambiado la naturaleza de la curiosidad? [...]

[...] Si bien tres años después de la toma del poder por parte de Frodo, la pobreza y la malnutrición han sido erradicadas, la falta de libertad que este tirano ha traído ha sido máxima. Frodo promete que en tres generaciones creará un paraíso terrenal y abandonará el poder. ¿Somos lo suficientemente altruistas como para ceder?¿Implicaría ceder ser altruista? Todo depende de [...]

[...] Si es ético crear y destruir simulaciones, entonces, de estar nosotros en una simulación, sería ético destruirnos. Lo que nos lleva a preguntarnos; ¿con qué criterio podemos determinar si es ético destruir una simulación que contenga entes conscientes? Tal vez podríamos decidir que, en el momento en el que una simulación terminase con una sub-simulación, sería aceptable destruir a la destructora, pero esto [...]

Tom Swifties

En los paises angloparlantes existe un tipo de juego de palabras llamado "Tom Swifty". En ellos, un personaje hace una afirmación, y se hace una broma autorreferencial en el adjetivo que le sucede.

Un ejemplo sería:
“I took Gollum’s precious trinket in a riddle contest,” Tom said wonderingly.
5, 4, 3, 2, 1, 0... La gracia radica en que wonderingly se puede dividir en "Won de(the) ring"-ly. Y efectivamente, la "baratija" de Gollum es un anillo.

Otro ejemplo podría ser: “Umph, umph, umph!” said Tom triumphantly.

El caso es que he estado intentando crear mis propios Tom Swifties en español. He aquí el resultado:

"No me gusta depilarme" dijo Gumersinda sinceramente.

"¿Dónde está el restaurante Taiwanés?", me pregunta Nuño, sin ver que está ahí.

"He liberado a Delibes", dije, deliberadamente

"Odio este juego de EA, los Grox siempre me atacan", dijo Nuño desesperado.

"Ya se ha metido al ultimo maleante en la cárcel", dijo el juez, desamparado.

"Al agua" dijo Silvia, patológicamente

"Yo os declaro marido y mujer" dijo el cura enrevesadamente.

"Me gusta PowerPoint" dijo Nuño, puntualmente

"Aquí tiene la vuelta", dijo la dependienta, acrobáticamente.

"Jamás me había enfrentado con una bestia así", dijo el gladiador, temerosamente.

"Tráiganme la bandera", dijo el francés, blanquecino.

""Se me han acabado, pero todavía me quedan manzanas" el frutero, desesperado.

"Ya tengo de todo" dijo el frutero, esperanzado.

"Me temo que no podemos hacer nada por su ordenador", dijo el informático, masticando

"Se ha muerto", dijo el policía sintácticamente.

"Coge la línea dos", dijo Nuño, rayado.

"Coge la línea seis", dijo Nuño, circularmente

"Vayamos al grano", dijo el dermatólogo.

"Difícil posición" dijo el maestro de ajedrez, entablando conversación.

"No me gustan las vísceras", dijo el cliente, patéticamente.

"No puedo dejar de jugar al Candy Crush", dijo el adicto, inmóvil

"Me gusta el árbol de la ciencia", dijo Andrés, barajando.

"Tengo un loro de mascota", dijo Tana, suavemente.

"Ya ve usted", respodió el judío.

"El poder de la disciplina" dijo el profesor, oliendo mal.

"Es crucial" dijo Umbridge, directamente.

"Yo controlo todas las funciones de Excel", dijo Isabel, desvestida.

"Busca lo más vital", dijo la rana, embalumándose

"Ya ves tú", dijo el cerrajero, forzadamente.

"Me llamo Herbert", dijo el personaje, rosado. (referencia al señor Herbert, de La increíble y triste historia...)
"En este juego hay demasiadas cartas especiales; ¿soy el único que se lía?", preguntó Atila.

"Aunque me ronde la muerte, no tengo miedo a morir", dijo Antonio Molina, acabado.

"Hotel, dulce hotel", dijo Zack, codiciosamente.

"Ya ha terminado el interrail", dije yo, desentrenado.
"Esta táctica, afilada amiga, previene jaquecas", dijo Torrente caballerosamente. Yo no me reí nada.
"Soy buena gente", dijo James Bond.

"Ojito conmigo" dijo Alastor Moody, amagando.

Y, ¿por qué tiene el 1 miedo del 9? Porque solo falta un poquitín para que 9,1

Emilia Pardo Bazán, maga del humor.

En una relectura cuidadosa de Los Pazos de Ulloa, antes de mi presentación, he encontrado esta pequeña joyita de chiste. No sé si fue adrede, pero me ha alegrado el día.
"El cazador alto se volvió hacia los demás, con familiaridad y dominio.
-¡Qué casualidad! -exclamó-. Aquí tenemos al forastero... Tú, Primitivo... Pues te cayó la lotería: mañana pensaba yo enviarte a Cebre a buscar al señor... Y usted, señor abad de Ulloa... ¡ya tiene usted aquí quien le ayude a arreglar la parroquia!
Como el jinete permanecía indeciso, el cazador añadió:
-¿Supongo que es usted el recomendado de mi tío, el señor de la Lage?"

En un principio, dudé de la consistencia histórica, pero Wikipedia afirma que:
En 1812, cuando nació la modalidad de Lotería en la que los boletos tenían un número impreso, el germen de la actual Lotería Nacional de España, a esa nueva lotería se la llamó "Lotería Moderna", mientras que la Lotería por Números adquirió el nombre de Lotería Primitiva. El sorteo de Lotería Primitiva continuó celebrándose hasta que el Gobierno lo suprimió en el año 1862.
Y Emilia Pardo Bazán vivió de 1851 a 1921, y publicó los Pazos en 1886, por lo cual, el juego de palabras, aunque poco probable, es posible (pero, ¿qué juego de palabras es probable?). Y si lo es, tal vez esta cuestión pulpitante se haya mantenido oculto durante siglos, hasta que yo lo he detectado.

Debido a lo anterior, podemos concluir que la perspectiva del actor del conocimiento es esencial en la búsqueda del conocimiento

Madre Coraje y sus hijos; una obra sin empatía

Oír los cuatro minutos de atronadores aplausos que el público dedicó a los actores debe haber sentado bien. Pero esto no es una reseña; esto es una argumentación de una idea sobre la que hace tiempo que quería escribir: La empatía del lector los personajes.

Mi tesis es que la empatía en sí misma tiene escaso valor. ¿Por qué? Por que al empatizar, el esfuerzo recae sobre el lector, y este, instintivamente, busca empatizar con "todo lo que se menea" (en términos coloquiales, vulgares y propios de esta clase, como dijo mi profesora de lengua). Si hay una serie de comportamientos e inquietudes constantes a toda la humanidad, con tal de que el autor refleje algunos en sus personajes, conseguirá que el lector empatice al menos en cierta medida Así, la empatía no tendría un valor especial. Es decir, no es positiva o negativa, sino que por si sola no aporta mucho.

A esto se podría objetar que  empatía es necesaria para una buena obra. Y ciertamente, esto  parece una asunción muy extendida, especialmente en la literatura juvenil.



Esta asunción ha parido la ingente cantidad de heroínas y héroes que abundan por nuestros mundos literarios. Como reflexión  tangencial, os invito a observar que muchos de los grandes héroes de la literatura universal son adultos, mientras que los actuales son jóvenes. Pensad en esto: si necesitas un héroe, ¿por qué elegirías a un inestable adolescente en vez de a un adulto?

Volviendo a la creencia de que la empatía es necesaria para una obra, podemos encontrar un gran contraejemplo en Madre Coraje, de Bertolt Brecht, quién pretendió precisamente que el espectador no sintiese empatía, creando así el Verfremdungseffect (efecto de distanciamiento), una peculiar forma de teatro.

En esta obra el espectador presencia cómo una mujer ya anciana, Madre Coraje va perdiendo a sus hijos mientras vende mercancías a los soldados de la guerra de los treinta años alemana. No obstante, no empatizamos con ella ni siquiera durante los silencios que grita Madre Coraje cuando sus hijos mueren. Los personajes son opuestos a nosotros (Madre Coraje llega a decir "Ha estallado la paz", con lástima, pues vive de la guerra). Y por eso, no podemos proyectar nada nuestro en ellos, no podemos sentir empatía.


Ergo, la asunción de que la empatía es necesaria para una buena obra de literatura queda falseada.

Así, desde esta perspectiva, podemos entender el gran impacto de la línea "Mama, just killed a man" (mamá, acabo de matar a un hombre), y podemos revalorizar aquellas canciones como "Hall of Fame", escritas para que todo el mundo pueda reconocerse. // Pendiente de revisión.

Las fotos han sido extraídas de este blog, en dónde se pueden ver con mayor calidad.

Por último, enlazo a dos reseñas sobre Madre Coraje con conclusiones contradictorios:
http://www.periodistadigital.com/guiacultural/ocio-y-cultura/2015/09/11/una-madre-coraje-convincente-de-verdad-brecht-teatro.shtml
 Asimismo, para un texto de corte académico que encuadra maravillosamente a este autor, podéis leer En el centenario de Bertold Brecht.