En esta novela,
Andrés Hurtado, el protagonista, “se inclinaba a creer que
el pesimismo de Schopenhauer era una verdad casi matemática”,
y describe la vida como “una cosa fea, turbia, dolorosa
indomable”.
Defendiendo además Andrés “el árbol de la ciencia” y siendo el
amor y el sexo manifestaciones del “árbol de la vida, estos dos
elementos toman un cariz negativo.
Esto se explicita en
la visita de Andrés a un hospital de enfermedades venéreas, dónde
se narra que:
“ver tanta
desdichada sin hogar, abandonada, en una sala negra, en un
estercolero humano; comprobar y evidenciar la podredumbre que
envenena la vida sexual, le hizo a Andrés una angustiosa impresión”
Esta relación entre
desdicha y sexo se reitera en el capítulo VII de la sexta parte;
tras mostrar las condiciones deplorables de las casas de prostitución
madrileñas, las meretrices escriben una carta a Hurtado y firman
como “Unas desgraciadas”.
En este mismo capítulo, Baroja trata la actitud española ante la
honra: “Somos una raza de
fanáticos, y el fanatismo de la honra es de los más fuertes. Hemos
fabricado ídolos que ahora nos mortifican”.
Esto nos recuerda a
la moralidad de Alcolea. En este pueblo, las mujeres “no salían
más que los domingos a misa”.
Tal es el fanatismo de la honra en este pueblo que “llevarse
a una mujer sin casarse con ella, era más difícil que raptar a la
Giralda de Sevilla a las doce del día”.
Esto es dañino para la vida sexual del pueblo, que se describe como
mezquina y pobre, lo cual incita al consumo de una “pornografía
grotesca”. También es perjudicial para la vida amorosa, pues en
este pueblo tan solo es posible conocer a una muchacha tras el
matrimonio.
En cuanto al matrimonio, Hurtado afirma que “los matrimonios
de amor producen más dolores y desilusiones que los de
conveniencia”,
y a lo largo de la novela encontramos numerosos ejemplos de
matrimonios abusivos, infelices o disfuncionales. En Alcolea este
abuso se encuentra en el matrimonio del tío Garrota, quién “no
negó que daba malos tratos a su mujer”,
y en el de “Pepinito”, que “trataba muy mal a su mujer y a
su hija; constantemente las llamaba estúpidas, borricas, torpes”.
En la ciudad destacan la propia madre de Hurtado: “Su mujer,
Fermina Iturrioz, fue una víctima; pasó la existencia creyendo que
sufrir era el destino natural de la mujer”
y la mujer de Alejandro, a la que simplemente se describe como “una
pobre infeliz”.
Apreciamos que en los matrimonios de esta novela, el sufrimiento
suele provenir del hombre.
Respecto a nuestro
protagonista y a su matrimonio, estos parecen diferentes. Hurtado
afirma que “A más comprender corresponde menos desear”
y la serenidad inicial de su matrimonio se podría deber a que tanto
él como Lulú tienden hacia el primer extremo.
Antes del
matrimonio, Hurtado entendía el amor desde una perspectiva opuesta a
lo sentimental; lo define como “la confluencia del instinto
fetichista y del instinto sexual”.
Respecto del instinto fetichista, este es para Hurtado el
embellecimiento de la persona elegida, y en cuanto al instinto
sexual, la voluntad de tener hijos, Andrés afirma que “la
naturaleza necesita vestir este deseo [el deseo de un hijo] con
otra forma más poética, más sugestiva, y crea esas mentiras, esos
velos que constituyen el amor”.
Pese a que al
casarse su concepción del amor cambia, pues afirma que “Hemos
llegado a querernos de verdad”,
la acción progresa según su primer entendimiento, lo cual tal vez
nos permita atribuir la concepción de amor como engaño al propio
Baroja.
La acción progresa
según la definición inicial de Andrés porque, en primer lugar,
Lulú comienza a idealizar a Andrés. Le percibe como “un
portento”,
y Andrés piensa: “Qué espejismo [...] mi mujer cree que
soy un Hércules”.
También encontramos
en Lulú el deseo de procreación. Andrés sucumbe a este deseo, y
durante el embarazo de Lulú se narra que “la
naturaleza recobraba sus derechos”,
evidencia de que la acción en la novela se rige según la definición
de Hurtado.
En cuanto a la
ataraxia, en nuestra novela, el sexo y el amor por su naturaleza
instintiva impiden a Andrés alcanzar el estado de serenidad al que
aspira. En un primer lugar, en Alcolea, gracias a su dieta vegetal y
su ejercicio, Andrés:
“se sentía
como divinizado por su ascetismo, libre; comenzaba a vislumbrar ese
estado de “ataraxia”, cantado por los epicúreos y los
pirronianos”
Este estado de
imperturbabilidad resulta aniquilado por su noche con Dorotea,
necesitando Andrés tres días para tranquilizar sus nervios, y doce
capítulos para adquirir de nuevo un estado similar.
El esquema se repite
con el matrimonio de Lulú; al principio del tercer capítulo de la
séptima parte, Andrés se aproximaba a “ese estado de
perfección y de equilibrio intelectual, que los epicúreos y los
estoicos griegos llamaron ``ataraxia´´”,
pero al acceder a los deseos de Lulú de concebir un hijo, Andrés
pierde “la serenidad de costumbre”.
En capítulos
anteriores, Iturrioz defiende que “ante la vida no hay más que
dos soluciones prácticas para el hombre sereno, o la abstención y
la contemplación indiferente de todo, o la acción limitándose a un
círculo pequeño”.
Andrés elige la primera vía, y el sexo y el amor adquieren un
carácter negativo por imposibilitarla.
Asimismo, en cuanto
a la procreación, tanto Iturrioz como Hurtado mantienen que “No
debe ser lícito engendrar seres que vivan en el dolor”,
si bien Iturrioz es más radical en su tesis, afirmando que “Sólo
el peligro, sólo la posibilidad de engendrar una prole enfermiza
debía bastar al hombre para no tenerla”,
y que “El delito mayor del hombre es hacer nacer”.
Desde esta perspectiva, el sexo y el amor, si tienen como
consecuencia la creación de un hijo débil, son terribles.
Finalmente, la obra
en su conjunto mantiene una concepción del amor en modo alguno
sentimental, como podemos apreciar en la caracterización de Lamela.
De este personaje en primer lugar se narra que “padecía un
romanticismo intenso”;
empleando el narrador el verbo “padecer”, de connotaciones
negativas, en vez de el más neutral “experimentar”. Más
adelante el objeto de sus deseos se describe en términos altamente
cómicos: “Era una solterona fea, negra, con una nariz de
cacatúa y más años que un loro”,
imagen que se repite cuando Luisto, el hermano de Andrés, la
describe como “la reina de las cacatúas”.
Posteriormente, se describe a Lamela como un personaje digno de
estudio por alguna sociedad de psicología, subrayando así su
carácter anómalo. Aunque Baroja no se detiene en este personaje, su
caracterización es poco favorable, y su romanticismo es objeto de
burla.
Así, en conclusión,
en esta obra se presentan tanto al amor como al sexo desde una
perspectiva carente de sentimentalismo y altamente negativa pues
pueden reflejar lo turbio de y lo doloroso de la vida en general. El
amor se define como un engaño que facilita la procreación, y a
pesar de que en un principio el matrimonio de Andrés y Lulú parece
ser una excepción a esta definición, al final resulta no serlo.
Además, la filosofía de Schopenhauer a la que Baroja se suscribe le
lleva a concluir que para alcanzar la serenidad, el hombre puede o
bien contemplar indiferentemente o bien reducir su acción a un
círculo pequeño, y el sexo y el amor adquieren un cariz negativo
por impedir la segunda vía, que Andrés elige. En definitiva, para
Baroja ambos elementos son una lacra.
BAROJA,
PÍO. El árbol de la ciencia. Madrid: Cátedra, 1985. 292
p. pág 78.