En una acotación a mi estudio sobre El malestar en la cultura aludí, aunque sólo incidentalmente, a cierta conjetura que el material psicoanalítico nos ofrece respecto de la forma en que el hombre primitivo habría conquistado el dominio sobre el fuego. Véome ahora inducido a volver sobre el mencionado tema por las opiniones discrepantes de la mía que expuso Albrecht Schaeffer y por la sorprendente referencia de Erlenmeyer, en su reciente estudio, acerca de la prohibición de orinar sobre las cenizas que rige entre los mogoles.
Creo que mi hipótesis -de que la condición previa para la conquista del fuego habría sido la renuncia al placer de extinguirlo con el chorro de orina, placer de intenso tono homosexual– puede ser confirmada mediante la interpretación de la leyenda griega de Prometeo, siempre que se tenga debida cuenta de la obvia deformación que media entre los hechos históricos y su representación en el mito. Estas deformaciones son de la misma índole -y no más violentas- que las que toleramos a diario cuando reconstruimos, a partir de los sueños de nuestros pacientes, sus vivencias infantiles reprimidas, tan extraordinariamente importantes. Los mecanismos aplicados en esta deformación consisten en la representación simbólica y en la sustitución por lo contrario. No me atrevo a interpretar de tal manera todos los rasgos del mito, pues bien podría ser que en su trama se hubiesen agregados a los hechos primitivos otros sucesos más recientes. Pero los elementos que admiten interpretación analítica son precisamente los más notables e importantes: la manera en que Prometeo transporta el fuego, la índole de su acto (sacrilegio, robo, engaño de los dioses) y el sentido del castigo que se le impone.
El titán Prometeo -un héroe cultural aún dotado de carácter divino; quizá en la versión original un demiurgo y creador de seres humanos- trae pues, a los hombres, oculto en un bastón hueco, en una rama de hinojo, el fuego que ha robado a los dioses. Si nos hallásemos ocupados en la interpretación de un sueño, de buen grado entenderíamos aquel escondrijo como un símbolo fálico, pese a que nos molesta un tanto la insólita acentuación de su oquedad. Pero, ¿cómo relacionar este tubo fálico con la conservación del fuego? He aquí una conexión que nos parece infructuoso establecer, hasta que recordamos el proceso de la transformación o sustitución por lo contrario, de la inversión de las relaciones mutuas, tan frecuente en el sueño y tantas veces revelador de su sentido oculto. No es el fuego lo que el hombre alberga en su tubo fálico, sino, por el contrario, el medio para extinguir la llama, el líquido chorro de su orina. De este vínculo entre fuego y agua surge al punto un material analítico que ya nos es familiar.
En segundo lugar, nos hallamos con que la conquista del fuego es un crimen sacrílego, pues se obtiene mediante el robo, la sustracción. Henos aquí ante un rasgo constante e invariable de todas las leyendas sobre la conquista del fuego, presente en los pueblos más dispares y distantes, y no sólo en la leyenda griega de Prometeo, el portador de la llama. Aquí debe hallarse, pues, el elemento nuclear de esta deformada reminiscencia humana. Pero, ¿por qué aparece la obtención del fuego indisolublemente ligada a la idea de un sacrilegio? ¿Quién es aquí el perjudicado, el engañado? En la versión de Hesíodo la leyenda nos ofrece una respuesta directa, pues en otra narración, no vinculada directamente con el fuego, Prometeo engaña a Zeus en favor de los hombres, al preparar los sacrificios que le son ofrendados. ¡De manera que los engañados son los dioses! Como se sabe, la mitología concede a los dioses el privilegio de satisfacer todos los deseos a que la criatura humana debe renunciar, como bien lo vemos en el caso del incesto. En términos analíticos, diríamos que en la vida pulsional, el ello, es el dios engañado con la renuncia a la extinción del fuego, de modo que en la leyenda un deseo humano se habría transformado en un privilegio de los dioses, pues en este nivel legendario la divinidad de ningún modo tiene carácter de superyó, sino que aún representa a la omnipotente vida pulsional.
La sustitución por lo contrario llega a su grado máximo en el tercer elemento de la leyenda, en el castigo que sufre el conquistador del fuego. Prometeo es encadenado a una peña y un buitre le roe diariamente el hígado. También en las leyendas ígneas de otros pueblos interviene un ave, de modo que ha de tener en el conjunto alguna significación que por el momento me abstengo de interpretar. En cambio, nos hallaremos en terreno seguro al tratar de explicar por qué se eligió el hígado para aplicar el castigo. Para los antiguos, el hígado era asiento de todas las pasiones y de los deseos; así, un castigo como el sufrido por Prometeo era el más adecuado para un delincuente pulsional, para un delito cometido bajo el impulso de deseos ofensivos. Pero en el demiurgo del fuego nos encontramos precisamente con lo contrario: ha renunciado a sus pulsiones, demostrando cuán benéfica, pero también cuán imprescindible para los fines culturales es semejante renuncia. Así, ¿qué podía inducir a la leyenda a considerar semejante hazaña cultural como un delito digno de castigo? Pues bien: si en todas las deformaciones se transparenta la circunstancia de que la obtención del fuego tuvo por condición previa una renuncia pulsional, entonces la leyenda expresa sin ambages el rencor que la humanidad pulsional hubo de sentir contra el héroe cultural. Y, por otra parte, esto concuerda con lo que sabemos y esperábamos. Sabemos que la invitación a la renuncia pulsional y la imposición de ésta despiertan la misma hostilidad y los mismos impulsos agresivos que sólo en una fase ulterior de la evolución psíquica llegarán a expresarse como sentimiento de culpabilidad.
La impenetrabilidad de la leyenda prometeica, así como la de tantos otros mitos ígneos, es acrecentada por el hecho de que a los primitivos el fuego debe haberles parecido algo similar a las pasiones amorosas; nosotros diríamos: un símbolo de la libido. El calor que el fuego irradia despierta la misma sensación que acompaña el estado de la excitación sexual, y la llama, con su forma y movimiento, nos recuerda el falo activo. No puede cabernos la menor duda con respecto a que la llama era en sentido mítico un falo, pues aun la leyenda genealógica del emperador romano Servio Tulio lo atestigua. Cuando nosotros mismos hablamos del «fuego de la pasión» y de las llamas que «lengüetean» o «lamen» un combustible, es decir, cuando comparamos la llama con la lengua, no nos hemos alejado mucho, por cierto, del pensamiento de nuestros antepasados primitivos. En nuestra derivación del mito ígneo también aceptábamos que para el hombre primitivo la tentativa de extinguir las llamas con su propia agua representó una lucha placentera con un falo ajeno.
Por la puerta de esta asimilación simbólica pueden haber penetrado al mito otros elementos puramente fantásticos que luego se habrían entretejido con los primitivos, históricos. Así, es difícil rechazar la idea de que siendo el hígado asiento de las pasiones signifique simbólicamente lo mismo que el fuego, de manera que su cotidiana consunción y regeneración describiría con fidelidad la fluctuación de los deseos amorosos que, diariamente satisfechos, se renuevan diariamente. Al ave que sacia su apetito en el hígado le correspondería entonces una significación fálica que, por otra parte, no le es nada extraña, como nos lo demuestran las leyendas, los sueños, los giros del lenguaje y las representaciones plásticas de la antigüedad. Un pequeño paso más nos lleva al ave fénix, que renace rejuvenecida de cada muerte en las llamas y que, con toda probabilidad, aludió primitiva y preferentemente al falo reanimado después de cada relajación, más bien que al sol, ocultado en el crepúsculo vespertino para renacer cotidianamente.
Hemos de preguntarnos si es lícito atribuir a la función mitopoiética el propósito frívolo de representar, disfrazados, procesos psíquicos dotados de expresión corporal, por todos conocidos, pero sumamente interesante, sin ser animada por ningún otro motivo, fuera del mero placer representativo. Seguramente es imposible responder a esta pregunta sin penetrar antes en la esencia del mito, pero para nuestros dos casos es fácil reconocer este contenido y con ello una tendencia determinada. Ambos ilustran la reanimación de los deseos libidinales después de haberse consumido en una satisfacción, es decir, representan su perennidad, y el consuelo contenido en este tema predominante está plenamente justificado, ya que el núcleo histórico del mito trata una derrota de la vida pulsional, una renuncia a las pulsiones que ha sido imprescindible aceptar. Viene a ser como la segunda fase de la comprensible reacción que presentaría un hombre primitivo ofendido en sus pulsiones: una vez castigado el delincuente, se le asegura que en el fondo nada malo ha cometido.
En un punto inesperado de otro mito, que al parecer muy poco tiene que ver con el fuego, nos topamos con la sustitución por lo contrario. La hidra de Lerna, con sus innumerables y agitadas cabezas de serpiente entre -ellas hay una inmortal-, es, como su nombre lo atestigua, un dragón acuático. Heracles, el héroe cultural, la destruye cortándole las cabezas, pero éstas vuelven a crecer, y sólo logra dominar al monstruo después de haberle quemado con fuego la cabeza inmortal. ¡Un dragón acuático dominado por el fuego!: he aquí algo que no da sentido. Pero sí lo tiene, como en tantos sueños, la inversión del contenido manifiesto. En tal caso, la hidra es una hoguera; las cabezas de serpientes son sus llamas, y como prueba de su índole libidinal presentan, igual que el hígado de Prometeo, el fenómeno de la regeneración, de la integridad restablecida luego de su intentada destrucción. Ahora bien: Heracles extingue este incendio con… agua. La cabeza inmortal es, sin duda, el propio falo, y su destrucción representa la castración. Pero Heracles también es el libertador de Prometeo, el que mata al ave cebada en su hígado. ¿Acaso no se habría de aceptar una relación más profunda entre ambos mitos? Vendría a ser como si el acto de uno de los héroes fuese anulado por el otro. Prometeo había prohibido extinguir el fuego -igual que el precepto de los mogoles-, pero Heracles lo permitió en caso de incendios amenazantes. El segundo mito parece corresponder a la reacción de una época ulterior de la cultura contra el motivo primitivo de la conquista del fuego. Tenemos la impresión de que desde aquí podríamos penetrar profundamente en los misterios del mito, pero, naturalmente, la sensación de seguridad no nos acompañaría muy lejos.
Hemos de preguntarnos si es lícito atribuir a la función mitopoiética el propósito frívolo de representar, disfrazados, procesos psíquicos dotados de expresión corporal, por todos conocidos, pero sumamente interesante, sin ser animada por ningún otro motivo, fuera del mero placer representativo. Seguramente es imposible responder a esta pregunta sin penetrar antes en la esencia del mito, pero para nuestros dos casos es fácil reconocer este contenido y con ello una tendencia determinada. Ambos ilustran la reanimación de los deseos libidinales después de haberse consumido en una satisfacción, es decir, representan su perennidad, y el consuelo contenido en este tema predominante está plenamente justificado, ya que el núcleo histórico del mito trata una derrota de la vida pulsional, una renuncia a las pulsiones que ha sido imprescindible aceptar. Viene a ser como la segunda fase de la comprensible reacción que presentaría un hombre primitivo ofendido en sus pulsiones: una vez castigado el delincuente, se le asegura que en el fondo nada malo ha cometido.
En un punto inesperado de otro mito, que al parecer muy poco tiene que ver con el fuego, nos topamos con la sustitución por lo contrario. La hidra de Lerna, con sus innumerables y agitadas cabezas de serpiente entre -ellas hay una inmortal-, es, como su nombre lo atestigua, un dragón acuático. Heracles, el héroe cultural, la destruye cortándole las cabezas, pero éstas vuelven a crecer, y sólo logra dominar al monstruo después de haberle quemado con fuego la cabeza inmortal. ¡Un dragón acuático dominado por el fuego!: he aquí algo que no da sentido. Pero sí lo tiene, como en tantos sueños, la inversión del contenido manifiesto. En tal caso, la hidra es una hoguera; las cabezas de serpientes son sus llamas, y como prueba de su índole libidinal presentan, igual que el hígado de Prometeo, el fenómeno de la regeneración, de la integridad restablecida luego de su intentada destrucción. Ahora bien: Heracles extingue este incendio con… agua. La cabeza inmortal es, sin duda, el propio falo, y su destrucción representa la castración. Pero Heracles también es el libertador de Prometeo, el que mata al ave cebada en su hígado. ¿Acaso no se habría de aceptar una relación más profunda entre ambos mitos? Vendría a ser como si el acto de uno de los héroes fuese anulado por el otro. Prometeo había prohibido extinguir el fuego -igual que el precepto de los mogoles-, pero Heracles lo permitió en caso de incendios amenazantes. El segundo mito parece corresponder a la reacción de una época ulterior de la cultura contra el motivo primitivo de la conquista del fuego. Tenemos la impresión de que desde aquí podríamos penetrar profundamente en los misterios del mito, pero, naturalmente, la sensación de seguridad no nos acompañaría muy lejos.
En lo que se refiere a la contradicción entre el fuego y el agua que domina estos mitos en toda su amplitud, podemos demostrar, junto a los factores históricos y fantástico-simbólicos, un tercero, un hecho fisiológico que el poeta Heine describió en los siguientes versos:
Con lo que le sirve para mear,
el hombre puede a otros crear
[Was dem Menschen dient zum Seichen
Damit schafft er Seinesgleichen]
El miembro viril del hombre posee dos funciones, cuya reunión orgánica es para muchos motivo de indignación. Está encargado de evacuar la orina y de realizar el acto sexual que satisface las necesidades de la libido genital. El niño aún cree reunir ambas funciones y, según sus teorías, los niños se producen al orinar el hombre en el vientre de la mujer; pero el adulto sabe que ambos actos son en realidad mutuamente incompatibles; en efecto, tan incompatibles como fuego y agua. Cuando el falo llega al estado erecto que le ha valido la equiparación con el pájaro y durante el cual se perciben aquellas sensaciones que recuerdan el calor del fuego, es imposible orinar, por el contrario, cuando el falo sirve a la evacuación de la orina (el agua del cuerpo), parecen extinguidas todas sus vinculaciones con la función genital. La contradicción entre ambas funciones podría llevarnos a afirmar que el hombre extingue su propio fuego con su propia agua. Y el hombre primitivo, que se veía obligado a tener que captar el mundo exterior con ayuda de sus propias sensaciones y condiciones corporales, seguramente no dejó de advertir y de utilizar las analogías que le reveló la conducta del fuego.